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La técnica en escena
Espacio, poder y lenguaje en la arquitectura del siglo XIX

Introducción

La Revolución Industrial alteró de manera profunda la relación entre la técnica, el tiempo y la forma arquitectónica. El siglo XIX fue testigo de un cambio radical en los modos de producción, en la percepción del espacio y en la noción misma de permanencia. Los materiales tradicionales —piedra, ladrillo, madera— fueron desplazados por el hierro, el vidrio y el acero; y con ellos, la arquitectura dejó de concebirse como una obra estable destinada a perdurar para convertirse en un sistema flexible, desmontable y susceptible de reproducción. La técnica, que durante siglos había sido un medio subordinado a la expresión formal, comenzó a imponerse como un fin en sí misma: como lenguaje, símbolo y espectáculo.


En ese contexto, las Exposiciones Universales funcionaron como el laboratorio donde se visibilizó esta mutación cultural. Allí, las naciones industrializadas competían por exhibir su poder económico y su capacidad tecnológica ante un público masivo. El espacio de exhibición no era neutro: constituía una escenografía de persuasión, un teatro del progreso donde la arquitectura se volvía instrumento ideológico. Siguiendo a Luciano Patetta, estas exposiciones eran “epifanías de la técnica” (Patetta, L. Historia de la Arquitectura: Antología Crítica. 1997. pág. 373), momentos rituales en los que la sociedad moderna celebraba su propia potencia industrial y reafirmaba la fe en la ciencia como nuevo fundamento del orden social.


Dos obras paradigmáticas condensan este proceso: el Crystal Palace, diseñado por Joseph Paxton para la Exposición Universal de Londres en 1851, y la Torre Eiffel, proyectada por Gustave Eiffel para la Exposición de París en 1889. Aunque separadas por casi cuatro décadas, ambas encarnan las tensiones entre arte e industria, entre utilidad y símbolo, entre confianza y ambivalencia frente a la técnica. El Crystal Palace surge en el apogeo del Imperio británico, cuando la industria y el comercio se presentan como pilares de una transparencia moral que legitima la expansión colonial. En cambio, la Torre Eiffel se erige tras la derrota de Francia frente a Prusia y el nacimiento de la Tercera República: una nación que busca, mediante la ciencia y la ingeniería, reconstruir su identidad y reafirmar su protagonismo cultural en Europa. En ambos casos, la arquitectura no solo materializa un avance técnico, sino que narra un mito nacional.


El presente trabajo analiza cómo la técnica transformó la arquitectura durante la Revolución Industrial a través del estudio comparativo de estas dos obras. La investigación se apoya en los aportes de Kenneth Frampton, Sigfried Giedion, Leonardo Benevolo y Luciano Patetta, cuyas perspectivas permiten articular tres dimensiones complementarias: la técnica como experiencia espacial, como espectáculo y como lenguaje simbólico. Desde la mirada de Frampton y Giedion, la técnica redefine la relación entre el sujeto y el espacio, y con ello modifica también la experiencia del tiempo. Benevolo y Patetta, por su parte, subrayan el aspecto ideológico de estas transformaciones: la técnica como emblema del poder y como representación del progreso moderno.



 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo I – La técnica como experiencia espacial

El desarrollo del hierro y el vidrio transformó radicalmente la relación entre interior y exterior, entre estructura y espectador. La arquitectura dejó de ser una envolvente para convertirse en una experiencia perceptiva, un fenómeno de luz, reflejo y movimiento. Con el Crystal Palace, Joseph Paxton llevó al extremo las posibilidades del vidrio como material constructivo, generando un espacio donde la transparencia se traducía en sensación de infinitud. Siguiendo a Giedion, en estos edificios vemos una delicada red de líneas sin ninguna clave mediante la cual podamos juzgar la distancia o el tamaño real (Espacio, tiempo y arquitectura, cap. “Nuevas soluciones”. p. 263). Esa pérdida de escala no era un defecto técnico, sino la expresión más pura de una nueva concepción del espacio: un espacio industrial que se experimenta más con la mirada que con el cuerpo.


En el Crystal Palace, la estructura metálica y el vidrio laminado producen una suerte de escenografía perceptiva, un entorno inmersivo que desmaterializa los límites. El espectador queda envuelto en un ambiente que es al mismo tiempo natural y artificial, real e ilusorio. La luz atraviesa el edificio y lo transforma constantemente, generando la impresión de estar dentro de una máquina viva. Para Kenneth Frampton, el palacio “no era tanto una forma particular como un proceso constructivo total” (Frampton, K. Historia crítica de la arquitectura moderna, p. 34), y justamente esa condición lo vuelve singular: el espacio se entiende como resultado directo de su sistema constructivo. Lo que antes era forma ahora es función visible; lo que antes era muro ahora es aire y estructura.


La experiencia del Crystal Palace introduce además una nueva relación con el tiempo. Hasta entonces, la arquitectura se concebía como obra duradera, sujeta a la idea clásica de permanencia. La posibilidad de desmontar y reensamblar una estructura de esa escala significaba una ruptura profunda con esa tradición. El edificio industrial ya no aspiraba a la eternidad, sino a la eficiencia y la adaptabilidad. Este cambio puede leerse a la luz de los pensadores contemporáneos: para John Ruskin, la belleza residía en la pátina del tiempo y en la huella humana; el Crystal Palace, en cambio, elimina toda huella, propone una estética sin historia. Walter Benjamin observará más tarde que la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente: la arquitectura de Paxton anticipa esa temporalidad efímera, propia del capitalismo industrial.


La noción de ensamblaje es fundamental en este cambio. No se trata solo de una técnica constructiva, sino de una manera de pensar el tiempo.  La posibilidad de desmontar y volver a armar una estructura de esa escala marcó una ruptura profunda con la idea tradicional de permanencia. El edificio industrial ya no buscaba durar para siempre, sino ser eficiente, adaptable y reemplazable. En este punto, puede entenderse lo que Bergson señala como la mirada instrumental de la modernidad: una forma de pensar que concibe la materia como algo “artificial y provisional”, que puede modificarse y recomponerse según las necesidades (La evolución creadora, 1907, p. 573). Esta visión implica un cambio profundo: la naturaleza deja de verse como un orden estable con significado propio y pasa a ser una reserva de materiales disponibles para el uso humano. Así, el ensamblaje no es solo una técnica constructiva, sino una nueva manera de pensar el tiempo y el valor de las cosas. En lugar de medir la arquitectura por su duración, se la mide por su capacidad de transformarse. Lo que antes se consideraba defecto —la falta de permanencia— se vuelve ahora una virtud moderna: la posibilidad de rehacer, adaptar y cambiar.
La Torre Eiffel, en cambio, propone una experiencia espacial completamente distinta y, al mismo tiempo, inaugura

una tipología nueva. No es un edificio en el sentido tradicional, ni una simple estructura técnica: es una escultura habitable, una forma escultórica atravesada por recorridos y miradores que transforman al espectador en parte del propio objeto. Mientras el Crystal Palace, aunque innovador, mantenía aún cierta continuidad con la tradición arquitectónica anterior —particularmente en su horizontalidad, heredera de las basílicas y de los grandes espacios de reunión—, la torre rompe de manera definitiva con cualquier referencia histórica o tipológica.


Su espacialidad es puramente moderna: vertical, abierta y dinámica, un cuerpo de hierro que se habita en movimiento. El visitante no recorre un interior, sino que asciende dentro de una máquina, desplazándose entre las líneas de una estructura que no tiene fachada ni cerramiento. Giedion la describe como una “delicada red de líneas sin ninguna clave mediante la cual podamos juzgar la distancia a la que están, ni su tamaño real” (Guiedion. Espacio, tiempo y arquitectura. P. 268). Esta percepción inestable del espacio redefine la relación entre cuerpo, técnica y arquitectura: el sujeto ya no ocupa un lugar fijo, sino que experimenta el espacio como una secuencia de transformaciones visuales y cinéticas.


Además, la Torre Eiffel fue concebida originalmente como una estructura temporal, destinada a desmontarse al finalizar la Exposición de 1889. Sin embargo, su permanencia imprevista revela el modo en que la técnica altera el sentido mismo de lo duradero. Lo que debía ser efímero se transformó en símbolo nacional y en emblema universal de la modernidad. La torre, que nació como demostración pasajera de ingeniería, se convirtió en testimonio de cómo la técnica puede redefinir los valores de lo estable y lo transitorio: lo temporal deviene permanente, y el monumento moderno se construye precisamente desde esa paradoja.


Ambas obras proponen, desde diferentes estrategias, una transformación radical en la experiencia arquitectónica. En el Crystal Palace, la ilusión visual y la transparencia moral expresan una confianza absoluta en la técnica como mediadora entre el hombre y la naturaleza. En la Torre Eiffel, la sensación de vacío y de altura extrema manifiesta la ambivalencia moderna: fascinación y temor ante una técnica que parece superar al propio ser humano. En ambos casos, el espacio ya no se representa: se experimenta.

 

 


Capítulo II – La técnica como espectáculo
 

Las Exposiciones Universales fueron el escenario donde la técnica se convirtió en un medio de persuasión política y moral. A través de ellas, las potencias industriales construyeron un relato del progreso que se escenificaba ante el mundo. La arquitectura, en este contexto, funcionó como lenguaje de propaganda y como teatro del poder. En términos de Luciano Patetta, las exposiciones eran “epifanías de la técnica”: celebraciones rituales en las que la sociedad moderna adoraba su propia capacidad productiva (Historia de la arquitectura. Antología crítica, p. 373). Cada pabellón, cada puente, cada estructura era una declaración política hecha materia.


El Crystal Palace fue el punto de partida de esta nueva retórica. Su construcción, difundida por la prensa y observada por miles de curiosos, constituyó un espectáculo público sin precedentes. Ver cómo se erigía aquella gigantesca estructura metálica en menos de seis meses era, en sí mismo, una prueba del poder británico. Giedion señala que las exposiciones representaban “la concentración de todas las actividades humanas en un solo lugar” (Guiedion. Las grandes exposiciones, p. 262), y en ese sentido el palacio era un microcosmos del mundo industrial. Cada pieza prefabricada, cada módulo repetido, hablaba de la eficiencia y del dominio del trabajo mecanizado. El proceso constructivo se volvió una puesta en escena del orden imperial: la rapidez y precisión del montaje no solo demostraban técnica, sino disciplina y racionalidad. La persuasión se producía no por el discurso, sino por la experiencia visual del orden.


En su transparencia material, el Crystal Palace expresaba también una ideología moral. La claridad del vidrio simbolizaba una supuesta transparencia del comercio, un progreso “sin sombras” que ocultaba, paradójicamente, las jerarquías coloniales que sostenían ese poder. La técnica se volvía así un lenguaje de autoridad: su precisión y eficiencia eran presentadas como equivalentes a la superioridad moral del Imperio. El edificio se erigía como vitrina y como alegoría: mostraba el mundo y, al mismo tiempo, lo ordenaba.


Casi cuatro décadas más tarde, la Torre Eiffel llevó esta dimensión persuasiva a un extremo. Construida para el centenario de la Revolución Francesa, la torre debía ser la metáfora de una nación regenerada por la ciencia. Tras la derrota ante Prusia, la Tercera República necesitaba una imagen de modernidad y confianza. La Exposición de 1889 buscaba erigir un símbolo de la ingeniería francesa y la torre fue precisamente eso: una máquina monumental que condensaba en su estructura la voluntad política de una nación.


La teatralidad aquí adquiere un sentido abiertamente político. La torre se convirtió en el escenario donde Francia representaba su renacimiento. Las imágenes de los obreros colgados de la estructura, el ascenso progresivo del armazón visible desde toda París, los visitantes que subían por las plataformas: todo formaba parte de un mismo guion. El espectáculo del progreso servía para restablecer la fe en la República y en la ciencia como fuerza unificadora. 


En contraste con el Crystal Palace, que pretendía exhibir un orden moral universal, la Torre Eiffel proponía una fe casi religiosa en la técnica como salvación nacional. La fascinación colectiva por la máquina confirma lo que Nietzsche observa como el traspaso de la devoción religiosa a la devoción científica: la sociedad moderna sustituye al sacerdote por el ingeniero, y a Dios por la ley del progreso (Sobre la utilidad y perjuicio de la historia para la vida, 1874, p. 119). Esta fe no es inocente: implica un sometimiento a una nueva jerarquía, la del saber técnico como verdad absoluta. La Torre Eiffel, elevada como altar de la ingeniería, no solo celebra el dominio humano sobre la materia, sino que instituye un nuevo clero —el de la ciencia— encargado de garantizar sentido en un mundo desencantado. La técnica se vuelve así el espectáculo de su propio poder, un culto sin trascendencia.


Luciano Patetta advierte que estas obras eran vistas con fascinación y temor: verdaderos “monstra” modernos, cuya belleza provenía de su exceso. Benevolo, por su parte, subraya la ambigüedad de los ingenieros del siglo XIX, que “preparan los medios del movimiento moderno pero cargan sobre ellos una pesada hipoteca cultural” (Benévolo, L. Historia de la arquitectura moderna, p. 79). Esa hipoteca es visible en la Torre Eiffel, cuya forma pura y desnuda escandalizó a los artistas académicos, pero terminó imponiéndose como emblema del nuevo orden técnico. La torre es el triunfo de la máquina sobre la tradición: un espectáculo de hierro que transforma el cálculo en emoción.


En ambas obras, la construcción se convierte en un acto de comunicación masiva. El proceso técnico ya no pertenece al ámbito del taller o del oficio, sino al espacio público. La arquitectura se vuelve discurso, herramienta de persuasión colectiva. Si el Crystal Palace representaba la confianza imperial en un progreso ordenado, la Torre Eiffel encarnaba la pasión republicana por la ciencia y la modernidad. En ambas, la técnica se transforma en imagen, en espectáculo de sí misma, y con ello en un instrumento de poder.

 


Capítulo III – La técnica como lenguaje simbólico
 

Entre el Crystal Palace y la Torre Eiffel se produce el salto definitivo de la técnica como medio a la técnica como lenguaje. Ambos edificios funcionan como textos que pueden leerse ideológicamente. En el caso del Crystal Palace, la transparencia del vidrio y la claridad de la estructura encarnaban la idea de una moral victoriana que asociaba orden material con virtud social. El edificio se presentaba como una vitrina del mundo: en su interior se exhibían los productos manufacturados del Reino Unido y de sus colonias, dispuestos de manera jerárquica. Giedion advierte que “el espacio del palacio era un microcosmos del mundo moderno”, donde la organización del espacio reproducía la organización del poder. La transparencia, entonces, era engañosa: mostraba todo, pero también clasificaba y controlaba lo que mostraba.


Frampton recuerda que los logros de la siderurgia inglesa —del hierro colado al laminado— fueron el antecedente directo del Crystal Palace. En ese sentido, el edificio no es solo una innovación técnica, sino la autorrepresentación de un sistema industrial que necesitaba exhibir su racionalidad como valor moral. La noción de “superioridad moral” del Imperio británico encontraba en el palacio su metáfora perfecta: una estructura ordenada, limpia y luminosa que prometía un mundo transparente, aunque sostenido por la explotación colonial.


La Torre Eiffel, en cambio, ya no busca representar el orden, sino la energía. Es un monumento al impulso vital de la modernidad. Mientras el Crystal Palace se apoya todavía en una lógica clásica —simetría, horizontalidad, proporción—, la torre rompe con toda referencia histórica. Es una obra sin precedentes formales, una estructura que carece de interior, de muros y de espacialidad tradicional. Su lenguaje es puramente técnico, y precisamente por eso inaugura la posibilidad de una nueva estética. Eiffel, ingeniero y empresario, encarna la figura del “creador técnico moderno”: alguien que encuentra belleza en la precisión matemática y sentido en el cálculo. La torre se levanta como un signo visible del poder humano, pero también como una confesión de su soledad: un objeto que no protege ni contiene, solo señala.


Giedion afirma que las exposiciones de fin de siglo mostraban “el momento en que la modernidad empezaba a reflexionar sobre sí misma”.En la Torre Eiffel, la técnica no solo muestra el progreso: es el progreso hecho visible. Su estructura, basada en piezas repetidas y calculadas con precisión, refleja un mundo donde todo puede reproducirse. En este sentido, se cumple la advertencia de Walter Benjamin, quien sostiene que “en la época de la reproducción técnica de la obra de arte, lo que se atrofia es el aura” (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936, p. 3). El aura es la cualidad única y original de una obra, aquello que la hace irrepetible y que le da una presencia especial. La arquitectura industrial, al ser desmontable y fabricada en serie, elimina esa singularidad: ya no busca ser única, sino eficiente. Con la técnica, la experiencia estética cambia; deja de basarse en la contemplación de lo irrepetible para centrarse en la admiración por lo que puede construirse una y otra vez.

 


Conclusión
 

Las transformaciones que se revelan entre el Crystal Palace y la Torre Eiffel no son hechos aislados, sino manifestaciones sucesivas de una misma mutación cultural: la conversión de la técnica en una forma de pensamiento. Lo que en el Crystal Palace aparece como una experiencia espacial inédita —el descubrimiento de la transparencia, de la luz, del ensamblaje como modo de construir— se prolonga en la Torre Eiffel como espectáculo de poder y se consolida finalmente como lenguaje simbólico. Las tres dimensiones —sensorial, social y representativa— son las caras de un mismo proceso: la la independencia de la técnica respecto del arte y su desarrollo hacia una entidad cultural autosuficiente.


Pero esa emancipación no fue neutral. La arquitectura industrial del siglo XIX, al hacer visible la lógica de la máquina, reveló también las tensiones ideológicas de su tiempo. En el Crystal Palace, la transparencia pretendía ser moral, pero era también una forma de control: la luz que todo lo muestra ordenaba y clasificaba. En la Torre Eiffel, la celebración de la ingeniería como símbolo republicano convertía la técnica en mito nacional. En ambos casos, el progreso técnico funcionaba como dispositivo de persuasión, un lenguaje de poder que naturalizaba las jerarquías del mundo moderno. La confianza en la máquina —en su precisión, su eficiencia, su aparente neutralidad— escondía una nueva forma de autoridad: la del cálculo sobre la experiencia, la del sistema sobre el cuerpo.


Vistas en conjunto, estas obras muestran que la técnica no solo transformó la arquitectura: transformó la manera misma de concebir el mundo. El espacio se volvió fenómeno perceptivo, el tiempo se aceleró, la construcción se hizo discurso. La modernidad descubrió en la técnica una promesa de libertad, pero también su propia dependencia de ella. En el brillo del vidrio y en la verticalidad del hierro se cifran las dos caras del siglo XIX: la utopía del progreso y la conciencia de su límite. El Crystal Palace y la Torre Eiffel no son únicamente hitos de la ingeniería; son los lugares donde la modernidad se piensa a sí misma, donde la arquitectura, al hacerse máquina, se convierte en espejo de una humanidad que empieza a confiar más en su capacidad de construir que en su capacidad de comprender.

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A partir de esta base teórica, el trabajo propone tres hipótesis que guiarán el desarrollo del ensayo y estructuran su organización según el propio orden de la construcción arquitectónica: del inicio al objeto terminado. En primer lugar, la técnica redefine la percepción espacial y temporal de la arquitectura, donde el paso del trabajo artesanal al ensamblaje industrial introduce una nueva concepción del tiempo, marcada por lo efímero y lo desmontable. En segundo lugar, la técnica se convierte en espectáculo y en herramienta de persuasión social, al hacer visible el proceso constructivo y celebrarlo como manifestación del poder industrial y político. Finalmente, la técnica se consolida como lenguaje simbólico capaz de representar valores morales, identidades nacionales y jerarquías sociales. En correspondencia con estas tres hipótesis, el primer capítulo analiza la técnica en su etapa inicial, cuando el planteo proyectual introduce un modo de concebir distinto a lo tradicional y anuncia una nueva relación entre tiempo y forma; el segundo capítulo aborda el proceso de construcción, donde la ejecución técnica se transforma en espectáculo y en discurso de poder; y el tercero estudia el resultado final —el objeto concluido— como símbolo cultural y moral, donde la técnica adquiere su dimensión más abstracta y representativa. Esta secuencia no solo reproduce el desarrollo material de las obras, sino que permite evidenciar cómo, a lo largo del proceso, la técnica pasa de ser medio operativo a convertirse en lenguaje y signo de la modernidad, punto desde el cual puede comenzar el análisis de su primera manifestación: la técnica como montaje de la experiencia moderna.

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Interior del Crystal Palace, Exposición Universal de Londres (1851)

La estructura modular de hierro y vidrio transforma la construcción en un proceso visible: la técnica se vuelve espectáculo.

Se revela la estructura: la técnica se hace visible y la construcción se vuelve experiencia del espacio.

Ideología de la transparencia

Orden y control visual

La técnica se exhibe: la obra se convierte en espectáculo

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